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Juan Velarde Fuertes

EL SERIO PROBLEMA ESPAÑOL DE LOS VIEJOS

 

La demografía española ha experimentado en el último medio siglo, cuatro cambios impresionantes. El primero, en los sesenta, y hasta inicio de los setenta, fue la participación de España en el llamado estallido de los niños" o "baby boom". La natalidad creció como sucedía también en el mundo occidental, de manera muy fuerte. Es una población que ahora anda ya por los cuarenta y tantos o cincuenta y tantos años. La segunda, fue un incremento, gracias a la mejoría en las prestaciones sanitarias, culminadas en el Sistema Nacional de Salud, por un lado y, por otro, por avances médicos notables, de la esperanza de vida de los españoles. La tercera, una fuerte caída de la natalidad, a partir de la mitad de los años setenta, de modo tal que, en 2011, por primera vez, el saldo de los habitantes de España, a causa de la diferencia de natalidad y mortalidad, se tornó negativo. La caída de los nacimientos es tan fuerte que ha pasado a hablarse de que a España le espera, de aquí a poco tiempo, un "desierto demográfico". La cuarta ha sido una inmigración considerable, procedente de tres focos, atraídos por el diferencial fortísimo de rentas: el del Norte de África y países subsaharianos; el de un bloque de países iberoamericanos y el de la Europa oriental.

 

Todo esto crea una pirámide de la población con una base minúscula, un gran ensanchamiento en la juventud y madurez, y un alto porcentaje situado en los años postreros de la vida, parte que se va ensanchando, al par que crea un muy serio problema económico, y ello por dos motivos. La morbilidad de las personas, a partir de los 60 años crece con fuerza. Por ello, ,sube el coste de atenciones médicas sanitarias. Estas, por otra parte, han aumentado como consecuencia de las transferencias a las 17 Comunidades Autónomas, más las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, de buena parte de las competencias del Sistema Nacional de Salud. La consecuencia ha sido -ya está muy estudiado- un encarecimiento de las prestaciones. La carga económica de los ancianos no ha dejado de aumentar.

 

Por otro lado, está el asunto de las pensiones. En España se eliminaron, con los últimos restos del mundo del mutualismo laboral, los procedimientos de financiación basados en la capitalización. Desde comienzos de los años sesenta, el sistema financiero pasó a ser el denominado de reparto. A los pensionistas, cada mes, se les paga, no con las rentas de ningún capital sometido a estudios actuariales, sino con las cotizaciones sociales -en parte notable a cargo de los empresarios públicos y privados, y con parte, ya más pequeña, de los trabajadores-, constituyendo, lisa y llanamente, un aumento de los salarios, o sea, del coste de la mano de obra, con todas sus consecuencias, bien conocidas por los economistas: de generar ya paro, al ser sustitutivo el factor trabajo por capital o por no ser competitivo, ya inflación, dos males ante los que hay que preservarse.

 

Conforme sube, y por fuerza va a subir, la parte de la pirámide de asalariados con edades que exigen pasar al grupo de los pensionistas, la carga sobre los empresarios que continúan existiendo, aumenta de manera que puede llegar a ser intolerable. El paso a un sistema de capitalización en estos momentos pasa a ser muy complicado. Una solución sería que el gasto público se hiciese cargo de este exceso pero las condiciones presupuestarias españolas no es lo que precisamente aconsejan. De ahí que si no se reorganiza, muy a fondo, el mecanismo de las pensiones a los pasivos, amenaza en los próximos veinte años, una realidad extraordinariamente preocupante.

 

Por eso ahora, todos, y por supuesto las personas de más edad, han de presionar para que se altere el sistema, porque lo complica mucho más todavía que, como derivación de la crisis, el número de asalariados ocupados disminuya. El dato de la afiliación a la Seguridad Social pasa, por eso, a tener una importancia considerable.

 

Oponerse, dentro de este planteamiento, a decisiones como las de prolongación de la edad de jubilación, carece de sentido. Pero sólo así no se resuelven las cosas. Se precisan cambios mucho más radicales, que van desde ayudas familiares importantes para mejorar la natalidad -los franceses han probado que su panorama ha comenzado, por eso, a cambiar radicalmente-, a políticas de desarrollo económico fuerte, aunque a corto plazo exigen sacrificios evidentes, sin olvidar la necesidad de comenzar a replantear algún sistema de capitalización que sustituya al de reparto. Todo antes de quedarse pensando que los viejos tienen unos derechos tan inalienables, que ocurra lo que ocurra, pueden plantear exigencias, porque como su número aumenta, tienen un poder electoral que les preserva de cualquier situación de angustia.

 

Juan Velarde Fuertes

 

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